tener hermosos sombreros y viajar en carroza
tirada por dieciocho caballos.
Saludaría a las gentes con un leve gesto de mano y sonreiría al ver
a los angelitos medio dormidos adornando la tarta de manzanas
que me servirían con el té.
Podría haber nacido Cocodrilo y crecer junto a
la ribera del Nilfertiti. Me merendaría a todos los turistas barrigudos
con pantalones corto y visera, cámara de fotos incluida,
con que sólo posasen la punta de su pie
en la orilla de mi charca.
¡Mejor aún!
¡Podría haber sido un rico Emir!
Habría dado dos veces la vuelta al mundo :
hacia un lado en Rolls-Royce
y en bicicleta bañada de oro hacia el otro lado.
Y el resto del tiempo lo pasaría contando mis tesoros
sobre la hierba de mi maravilloso jardín
en medio del desierto.
También podría haber sido una Bruja Horrible.
Con mi varita maléfica, convertiría a todas las princesas
bonitas y jóvenes en mosquitos.
Y luego, enseñando mi único diente al reír,
las encerraría en mi pajar, lleno de arañas.
Habría podrido, incluso, nacer Toro.
Hermoso, fuerte y seductor.
Le haría la corte a todas las vacas de los alrededores
y las llevaría de luna de miel al norte de China, una tras otra.
O habría podido ser un Gran General con un gorro
plagado de estrellas, montañas de condecoraciones,
misiles siempre a punto y cañones permanentemente listos para disparar.
Y en mis vacaciones soñaría con alfombras de bombas
y un ejército de obedientes soldaditos de plomo.
También podría haber sido Emperador del mundo.
Y sentado en mi trono, con una corona tan alta como
la torre de Babel, vigilaría la Tierra entera, desde la más
insignificante pulga hasta los más importantes personajes del planeta.
Cada año organizaría una gran fiesta en mi palacio,
e invitaría a la Reina de Inglaterra, al Cocodrilo, al Rico Emir,
a la Bruja Horrible, al Toro, al Gran General, etc.
Aplaudirían cada una de las palabras de mi discurso.
Pero heme aquí, soy Ming. Y nadie mas.
Vivo en el interior de China,
junto al lago Kokonor.
Todos los días me pongo mi sombrero de paja
y mi pantalón ancho.
Cada mañana, antes de que asome el sol,
salgo con la pequeña Nam a mi lado,
camino del pueblo.
Nam apoya su mano,
tan pequeña, en la mía
y recorre el camino dando saltitos
que hacen danzar sus trenzas.
Caminamos sin prisa.
Yo dejo a Nam en la escuela
y luego recorro la calle
de los comerciantes para vender
mis pasteles de jengibre.
Aqui todos me conocen.
A menudo me detengo en la tienda
de Liang, el vendedor de té.
Somos viejos amigos.
Por la tarde, Nam y yo,
volvemos a subir por el sendero
que nos lleva a casa.
Ella me cuenta cómo ha ido el día. Y canta.
Y va saltando, con un pie, con el otro...
Su risa zigzaguea en la noche que
va cayendo delicadamente.
Así es nuestra vida.
Cada día.
Tan solo cambia el color de los arrozales
y el aroma de las cajas de té.
Esta mañana de camino a la escuela,
hemos encontrado un sapo casi azul.
¡Tambien yo podría haber sido un
sapo casi azul!
Y he pensado en las reinas de Inglaterra,
en cocodrilos,
en ricos emires,
en bruja, en toro,
en generales,
en emperadores del mundo
y en sapos casi azules.
Todos se dirían en este instante:
"¡Ah, si hubiera sido Ming!
Tendría la manita de Nam apretendo mi mano
y sería el abuelo más feliz del mundo".
Esta noche, mientras Nam duerme,
he cogido su cuaderno de deberes
y he escrito al pie de la última página,
en letra muy pequeña:
P.S (pequeño secreto)
Nam, mi ángel, te quiero.
Y he firmado, con letra diminuta:
Yo, Ming
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