lunes, 11 de noviembre de 2013

La Ceiba (por: Rina Singh / Helen Cann)

Hace muchos años, muchos años, en la selva guatemalteca crecía una ennorme ceiba. La selva era tan frondosa que, una vez dentro, no se veía el cielo. Tan sólo se veían árboles, y el suelo del  bosque cubierto de una gruesa capa de hojas secas y mojadas.
En la selva habían más ceiba, pero ninguna tan majestuosa como aquella. Era el árbol más alto y ás grande de todo el bosque. Era tan alto que era imposible ver su copa porque ésta se abría por encima del dosel que formaban los demás árboles y dominaba la selva como si fuera un paraguas gigante. Era tan colosal que la base del tronco medía veinte brazas y las ramas parecía que tocaban el cielo.

Los habitantes de aquella parte del mundo creían que los espíritus de los muertos viajaban por las ramas de aquel árbol para alcanzar el cielo. También corrían rumores de que pasaban otras cosas. Decían entre susurros que hahía almas que no habían conseguido nunca llegar al cielo y se habían quedado atrapadas dentro del tronco de la enorme ceiba. los atormentados espíritus se retorcían y enrollaban por  sus ramas. Aquel bosque mágico y además estaba embrujado.
 Los habitantes de un pueblo llamado Choco Machacas, que estaba justo en la entrada de la selva, decían que quien intentaba entrar en ella a lo mejor no salía nunca más. Los afortunados que lograban regresar portaban flores salvajes y frutas que tenáin propiedad mágicas para curar enfermedades. Incluso algunos volvían con unas hormigas capaces de cerrar y cicatrizar heridas que parecían incurables.

En Choco Machacas vivía una joven llamada Rio. Era tan bonita como el río que le había prestado el nombre.
Su mirada era tan profunda como las aguas de la  corriente y tenía cautivados a todos los muchachos, que intentaban complacerla haciéndole regalos y afreciendose para casarse con ella. Pero Río no parecía tener prisa por tomar una decisión. Uno de sus admiradores, Vidal, se resistía a ser rechazado y no se cansaba de preguntarle qué podía hacer para demostrarle su amor.
Un día que Río volvía de su cabaña, el joven la detuvo y le dijo:
-Deja de jugar con mi corazón, Río, ya sabes que te pertenezco. ¿Qué quieres que haga para demostrártelo? Sorprendida por la repentina aparición, la muchacha le dijo lo primero que se le ocurrió.
- Ve al bosque, busca la gran ceiba y tráeme dieciocho frutos y dieciocho flores.
 Era el sueño de todas las chicas lavarse con el néctar de aquellas flores rellenar la almohada con las semillas de sus frutos. El néctar prometía una piel fina y sedosa y decían que las semillas propiciaban hermosos sueños.
La muchacha esperaba que Vidal dudara; pensó que la selva le daría miedo y que se echaría para atrás como todos los demás jóvenes, pero Vidal se quedó dormido inmóvil como un árbol.
-Dentro de un mes- añadió la chica- ya habrán pasado las lluvias y el árbol florecerá y dará frutos. Te lo advierto: el olor de las flores es tan nauseabundo que es insoportable, pero si a pesar de eso me traes las flores y los frutos, seré tuya.
Dicho esto, Río entró a su cabaña. Vidal se quedó afuera sin entender por qué Río, con lo guapa que ya era, quería lavarse con el néctar de aquellas flores. Pero si era lo que Río deseaba, él se lo traería. En el momento en que se daba vuelta para marcharse, Río salió de la cabaña y añadió un consejo: "¡Ten cuidado con los murciélagos, Vidal!".
 El muchacho se fue y esperó a que pasara la estación de la lluvia. Siguió lloviendo lo largo de los días y de las noches y cada vez se sentía mas inquieto.
Sus amigos se lo advirtieron: "No vayas, Vidal. El  bosque te engullirá". Los ancianos también le avisaron: "Los espíritus de los árboles no dejarán que regreses nunca más".
Pero Vidal sólo tenía una cosa en la cabeza: casarse con Río. Un día, al levantarse, vio que el cielo estaba azul, sin una sola nube. Cogió un saco de cáñamo y empezó a andar hacia el bosque. Al adentrarse oyó los tucanes y los guacamayos que habitaban en las copas de los árboles. Entonces, durante un rato, el bosque se quedó en silencio. Los monos cara de araña y los osos hormigueros lo observaron desconfiados. Las serpientes  de los árboles, los perezosos y las ranas  detuvieron toda actividad para mirar al intruso. Cuando vieron que no llevaba ninguna cerbatana y que no mostraba interés alguno por hacerles daño, lo ignoraron y retomaron sus actividades. En el bosque no habían caminos y por muchos que se esforzaba en abrirse paso a entre los árboles no llegaba a ningún  sitio. Al cabo de horas y más horas, por fin se encontró ante un árbol gigante. Miró hacia arriba y sintió un estremecimiento. Sin duda aquella era la ceiba que buscaba. Se sintió como si estuviera en presencia de un poderoso espíritu. Volvió a mirar para arriba y vio que los rayos del sol todavía penetraban por entre los árboles. Las flores del árbol no se abrirían hasta que el sol se hubiera puesto, y como estaba cansado de tanto caminar y de tanto calor se puso el saco debajo de la cabeza y se durmió.

Un olor repugnante y unos chillidos lo despertaron, y vio horrorizado cómo centenares de murciélagos chupaban el néctar de las flores blancas. Las serpientes de los árboles se habían disfrazado de hiedra y esperaban inmóviles para atrapar a los murciélagos. Vidal se quedó agachado en el suelo. Abrió el saco que llevaba colgado y empezó a coger los frutos y las flores caídas por el suelo.
-¡Quieto! Debes marcharte ahora del bosque.
Vidal miró a su alrededor para ver quien le había dirigido la palabra, pero no vio más que serpientes y murciélagos. Debía de haber sido su imaginación, se dijo, o tal vez el calor se le había subido a la cabeza.
Volvió a agacharse para recoger más flores mientras los murciélagos se cernían sobre su cabeza. Los murciélagos no le matarían, rara vez atacaban a los humanos, pensó. Y los espíritus  estaban atrapados dentro del tronco.
¿Qué daño podían hacerle? Sin embargo, sintió las piernas  pesadas y apenas podía moverlas. Era un ataque de pánico, soltó el saco y se acurrucó abrazándose las rodillas. Algo más calmado, sintió que la sangre volvía a circularle por las piernas. Se notó un poco mareado y se apoyó en el árbol para no caerse. Entonces volvió a coger el saco y empezó a contar los frutos: cinco, seis, siete. Quería salir del bosque lo antes posible.
Sintió otra vez  que las piernas le pesaban. Intentó sacudirlas pero era como si hubiera echado raíces en el suelo del bosque. Debía de ser cosa de los espíritus que se escondían en el interior del árbol.
-¡Dejadme marchar!- les pidió.
-Deja el saco y vete- dijeron los espíritus-. Ésta es la última oportunidad que te damos. Aléjate del bosque. Te prohibimos que te lleves ningún fruto ni ninguna flor.
 Pero Vidal no podía irse y presentarse ante su amada sin los obsequios que le habían prometido. Prefería morir en la selva que decepcionar a la joven Río. Cogió el saco con más fuerza todavía y sintió las piernas más pesadas.
-¿Dejadme que me vaya!- suplicó.

Los espíritus del árbol no dijeron nada más, pero Vidal ya no podía moverse. Miró hacia abajo y vio, aterrorizado, que la mitad inferior de su cuerpo se había convertido en corteza y que poco a poco sus brazos se iban volviendo hiedra. Se le cayó el saco al suelo y todos los frutos y las flores se desparramaron.
Por el pueblo corrió la voz de que los espíritus del árbol habían devorado a Vidal. Cuando la noticia del sacrificio del muchacho llegó a la joven, ésta se entristeció profundamente. ¿Cómo había podido ser tan injusta  con el hombre que la amaba tanto? Sin decir ni una palabra a nadie, se adentró en el bosque para ir en busca de Vidal. Anduvo un día y una noche sin parar, hasta que finalmente se encontró ante la gran ceiba.
Cuando miró hacia arriba, también ella sintió un estremecimiento porque nunca había visto un árbol tan magnifico. Entonces, vio a Vidal convertido en madera. Río cayó de rodillas y se puso a llorar. Les suplicó a los espíritus del árbol que lo liberaran y que la hicieran prisionera a ella.

Quizás fueron sus lágrimas o tal vez el amor que sentía lo que conmovió a los espíritus, porque poco a poco la madera se fue convirtiendo en carne y Vidal volvió a la vida.
Río lloraba de alegría y juntos rehicieron el camino para no salir del bosque, pero no sin haber abrazado al árbol y haberse prometido el uno al otro que serían fieles el resto de su vida.

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