Sofía no era una araña
cualquiera.
Sofía era una artísta.
Tejía las telas de araña
más hermosas que nadie jamás hubiera
visto. Sus compañeras decían que era fantástica. Y su mamá estaba francamente
orgullosa.
Todos estaban seguros de
que algún día Sofía tejería una obra maestra.
Cuando Sofía se hizo
mayor, decidió irse a vivir su vida, y se mudó a la pensión Beekman.
Lo primero que hizo fue
explorar el lugar. Peredes sucias, alfombras descoloridas, ventanas
polvorientas...
El lugar necesitaba
urgentemente de las artes de Sofía.
Y la arañita puso manos a
la obra. Para empezar, decidió tejer unas cortinas para el salón.
Día trás día, Sofía cosía
con gran rapidez mezclando el hilo dorado de los rayos del sol con seda que
ella misma fabricaba.
Hasta que un día...
-¡No quiero arañas en mi
salón!- gritó la dueña de la pensión al descubrir a la pequeña araña. E intentó
aplastarla con el trapo de sacudir.
Sofía, viendo que no era
bien recibida, se escabulló escaleras arriba, y se escondió en el armario de un
viejo marino, capitán de barco, que vivía en la pensión.
Una vez que se instaló,
echó una ojeada a su alrededor, y se dio cuenta de que dentro del armario todo
era gris: las camisas, los pantalones y hasta los jerséis eran de color gris.
-El capitán necesitaba un
traje nuevo-decidió Sofía.-Algo llamativo. Algo azul. Tan azul como el cielo.-
Y empezó a tejer.
Hasta que un buen día el
capitán la vio. Y chilló:
-¡Una araña!. Se encaramó de un salto en la ventana y salió al
tejado.
Sofía no quería que nadie
se cayera por culpa suya. Así que silenciosamente se deslizó por el pasillo y
se colocó en una zapatilla de la cocinera.
Las zapatillas de la
cocinera estaban sucias y remendadas.
-Le tejeré unas nuevas-
se dijo Sofía, a pesar de que empezaba a estar cansada de tanto grito y
ajetreo. Y justo cuando iba a acurrucarse para descansar notó una sacudida que
la tiró al suelo.
-¡ Un teremoto!
No. Era la cocinera.
-Puaj- dijo la mujer
frunciendo el ceño.
- Qué araña mas
asquerosa.
Lo había conseguido. Esta
vez Sofía se sintió francamente dolida. Con gran dignidad caminó y se escurrió
por debajo de la puerta. Luego subió por las escaleras hasta el tercer piso, en
el que vivía una joven muchacha. Sofía, agotada, se escondió en su cesta de
tejidos y se quedó dormida.
A estas alturas de la
historia, habían pasado el equivalente a muchos años en la vida de una araña,
cuando Sofía se despertó era ya una respetable anciana. No tenía fuerzas mas
que para tejer cosas pequeñas:
una funda de flores para
su almohada, ocho calcetines de colores para cada una de sus patas...
Sofía tejía. Pero, sobre
todo, ahora Sofía dormía.
Un día la muchacha la
descubrió.
-¡ Oh, no!- suspiró la
arañita tapándose los oídos y a apunto de llorar, pues no tenía la fuerza para
emprender mas viajes.
Pero la joven no golpeó a
Sofía con el trapo para sacudir.
Ni se escapó chillando
por la ventana.
Tampoco la insultó.
Simplemente, le sonrió.
Y, con mucho cuidado para
no molestarla, sacó de la cesta una madeja de lana y los palillos.
Sofía pasaba los días
mirándola tejer y tejer.
- ¡ Son botitas!- exclamó
la araña cuando por fin la labor estuvo terminada. O sea, que la joven iba a
tener un bebé.
Cuando terminó las
botitas, la muchacha tejió una chaquetita.
Pero cuando terminó, no
pudo seguir tejiendo, porque se había
terminado la lana y no tenía dinero para comprar más.
¡ Y ella que quería una
manta para su bebé!.
- No te preocupes- le
dijo la dueña de la pensión.
-Hay una vieja manta marrón en el armario del
pasillo.
Puedes usarla.
Sofía había visto la manta. Era muy fea y muy
áspera.
No servía para un bebé.
Entonces Sofía decidió
que tendría que tejer la mantita ella
misma.
En sus buenos tiempos,
aquello no hubiera supuesto ningún problema. Pero ahora estaba muy débil y
viejecita, y el bebé podía llegar en cualquier momento. ¿ Terminaría la manta a
tiempo?.
Sofía salió de la cesta
de costura y se encaramó en la ventana.
Los rayos de la luna
invadían la habitación.
-¡ Perfecto!- pensó.
- Los utilizaré como
hilos plateados para hacer la manta. Y pondré también un poco de luz de las estrellas.
Sofía empezó. Y a medida
que tejía, se le iban ocurriendo nuevas cosas que añadir a la hermosa tela...
Ramitas de pino, reflejos de la noche, copos de nieve, retazos de nanas...
Sofía tejía y tejía. Sin
pestañar.
Sin comer.
Sin dormir.
Jamás había estado tan
cansada, pero a la vez, nunca se había sentido tan ilusionada.
Y seguía y seguía.
Estaba dando las últimas
puntadas cuando oyó el llanto del bebé recién nacido.
Y entonces, fue allí, en
esa ùltima esquinita de la manta, donde Sofía entretejió su propio corazón.
Aquella noche, cuando la
joven madre fue a tapar a su hijito con la manta vieja, algo en la ventana
llamó su atención.
Era una manta, una manta
tan suave y hermosa que parecía tejida para un príncipe. Y la muchacha supo
enseguida que aquella no era una manta cualquiera.
Maravillada, la colocó
suavemente sobre el bebé, que dormía.
Y se acostó, apoyando la
mano sobre la obra de Sofía.
Su última obra. Que era,
en verdad, una obra maestra.
Hermosa, la aprenderé para contar. Gracias.
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